Andahuaylillas es un pequeño y encantador poblado a unos 35 Km. al sureste del Cusco, donde el valle se ensancha nuevamente más allá del portal natural a la antigua ciudad formada por La Angostura. Su rica tierra aluvial es alimentada a lo largo del año por las aguas del sagrado río Vilcanota y el área ostenta un microclima benigno único que modera los efectos de la altitud, lográndose así un ambiente agradable templado y soleado. La idílica plaza principal, tachonada de enormes pisonay y rodeada por encaladas casas coloniales que muestran aún desteñidos murales en sus fachadas, retiene un aire pacífico, atemporal.
La joya de Andahuaylillas es la iglesia San Pedro Apóstol. Concebido por los jesuitas, fue construida a inicios del siglo XVII. Por esto, carecía de la grandeza neobarroca de los templos posteriores del Cusco y su armoniosa construcción y extraordinario interior se combinan para convertirlo en unos de los más bellos templos de la región.
Descansando sobre un sólido plinto de bloques de piedra caliza tomados del palacio incaico alguna vez ubicado en el mismo lugar y construido de adobe, si simple pero admirablemente proporcionada fachada mira, a través de la plaza principal, hacia el fértil valle del Vilcanota. Fuera de la iglesia, frente a su campanario adyacente, se ubican tres cruces de piedra, cuyos podios escalonados, según se dice, representan la antigua chakana, o cruz andina, o incluso, en su forma dimensional, tres apus, o dioses de la montaña sagrada.
Popularmente conocida entre la gente del lugar como la Capilla Sixtina de las Américas, la iglesia es justamente famosa por sus numerosos y maravillosos murales y, además, por las pinturas coloniales de Luís de Riaño, Diego Quispe Tito y Tadeo Escalante, así como las de otros artistas anónimos y, posiblemente, Murillos, el gran pintor español.
Antes de ingresar a la capilla, uno avista primero los murales en la pared sobre la puerta principal, donde, reflejando la calma y nemorosa belleza de la plaza, flores azules y rojas luminosamente pintadas decoran el balcón exterior, que antes era usado para dirigir las prédicas sobre las congregaciones reunidas fuera de la iglesia.
Pero es solamente al entrar en la iglesia misma que se revela todo su extraordinario esplendor rústico-manierista. Un multicolor cielo raso estilo mudéjar mira desde arriba hacia una nave rectangular de suntuosa belleza, con sus más íntimas capillas laterales y un arco triunfal que lo divide del presbiterio.
Sus paredes están cubiertas con una serie de pinturas coloniales de diversos temas religiosos, cuyos marcos, de pan de oro intrincadamente trabajado, parecen fluir hacia el altar mayor, cubierta, a su vez, de oro de 24 kilates de las mismas minas de Marcapata. Con el cual forma una perfecta armonía.
Desde luego el propósito original de la iglesia de Andahuaylillas, así como el de muchas otras hermosas iglesias que engalanan los pueblos aledaños, fue el de evangelizar a la población indígena que los españoles encontraron en este cálido valle y que, más tarde, bajo el gobierno del virrey Francisco Toledo, reunieron en comunidades conocidas como reducciones. Es por esa razón que los murales que cubren completamente las paredes de la nave contienen imágenes tan gráficas.
Dos murales en cada lado del portal mayor describen los senderos hacia el cielo y el infierno. El bien recorrido camino al averno se muestra amplio y fácil, salpicado de flores pecado y tentación, mientras que el del cielo, tomado por muy pocos, es estrecho, difícil y fácil de perder.
A través de toda la iglesia, desde sus murales hasta los plintos sobre los cuales yacen las tres cruces, sus diseñadores mostraron una extraordinaria astucia evangélica en su sutil mezcla de motivos indígenas y católicos. El mismo altar mayor exhibe, entre sus abarrotadas imágenes, un ardiente sol, fundamental para la iconografía incaica, circundando una representación del Cordero de Dios, símbolo del cristianismo.
La iglesia se dirigía a los miembros de su nuevo rebaño con imágenes debido a que la abrumadora mayoría de éste era incapaz de leer, y este mismo hecho hace que el ingreso en el baptisterio sea aún más notable. Pintadas por Luís de Riaño, gran maestro del siglo XVII, cuya obra puede ser apreciada por toda la iglesia, las palabras del bautizo aparecen en no menos de cinco idiomas: latín, castellano, quechua, aymara y el ahora extinto pukina.
Quien encomendó la decoración de la iglesia a Luís de Riaño fue el cura español Juan Pérez de Bocanegra, notable personaje que, además de distinguido músico, fue un connotado estudioso de quechua. Su imagen puede ser vista en el púlpito, arrodillándose ante San Pedro por toda la eternidad, esperamos, en esta iglesia que debe su existencia tanto a su celo evangélico como a su buen ojo artístico.
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